42m 31slongitud

El hombre caído por el pecado original languidecía y su alma era condenada al infierno, siendo víctima del demonio que había plantado en su alma las 3 pasiones más funestas, de las cuales se derivan las demás, que son: el orgullo, la avaricia y la sensualidad. El Verbo Eterno del Padre Celestial, uno con Dios en el Espíritu Santo, en la morada eterna se compadecía del hombre al verlo esclavo de tan desordenadas pasiones que lo conducían irremediablemente a la muerte eterna; el hombre, aquél que había sido creado por Dios, para ocupar los lugares vacíos que el ángel maldito había dejado en la ciudad celestial, iba a hacerle compañía en el Infierno a ese verdugo cruel y despiadado, capaz de sumergirse en lo más profundo del lago de fuego con tal de hacerle sufrir al infeliz condenado el suplicio de ese fuego vengador. El Verbo Eterno ansiaba encarnarse para ser herido desde la punta de los pies hasta la cabeza y darle la inmensa alegría a Dios al hacer su santa voluntad, con su sacrificio redentor curarnos de las llagas que producen en nuestras almas esas terribles pasiones y abrirnos las puertas del Cielo que habían sido cerradas por Dios al ver al hombre caído en el pecado; ni un solo hombre o mujer iban al Cielo. Si el Verbo Eterno no se hubiese encarnado en el vientre purísimo de la Santísima Virgen María, toda la humanidad hubiera sido arrojada al infierno y ni uno solo se hubiese salvado; era necesario que Dios enviara a su víctima, el Cordero Celestial, para que por sus méritos infinitos Dios pudiera repartir su gracia a los pocos hombres que se inclinaban hacía el bien; así, con ayuda de la gracia, lograda por Jesucristo, Nuestro Amable Redentor, Dios ayudaría a todos aquellos hombres que detestaran el mal y aunque no pudieran ir al cielo los mantendría en un lugar, sin sufrimientos y con algunos gozos, esperando la llegada de aquél que es fuente de vida eterna: Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.