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TESTAMENTOS DE LOS DOCE PATRIARCAS, HIJOS DE JACOB TESTAMENTO DE SIMEÓN Sobre la envidia 1 Copia de las palabras de Simeón, tal como habló a sus hijos antes de morir, tras cumplir ciento veinte años, época en la que murió José. Sus hijos fueron a visitarle durante su enfermedad. Haciendo acopio de fuerzas, se incorporó, los besó y les habló así: 2 Escuchad, hijos, a Simeón vuestro padre, oíd cuanto encierra mi corazón. Yo fui el segundo hijo de Jacob; mi madre, Lía, me llamó Simeón porque el Señor escuchó su plegaria. Me crié fuerte en extremo, no me retraje ante ninguna acción, ni sentí temor ante ningún trabajo. Mi corazón era duro, mi pecho indomable y mis entrañas sin piedad. [Porque el Altísimo otorga la valentía tanto a las almas como a los cuerpos de los hombres.] Por aquel entonces tenía yo celos de José porque nuestro padre lo amaba, y mi cólera se afianzaba en la idea de aniquilarlo. El príncipe del error, enviándome el espíritu de la envidia, había obcecado mi mente, dispuesta a no considerarle como hermano ni a tener piedad de Jacob, mi padre. Pero su Dios y de sus padres envió a su ángel y lo salvó de mis manos. Cuando yo me dirigía a Siquén, a llevar un ungüento para los rebaños, y Rubén a Dotaín —donde se encontraba nuestro depósito de útiles y vituallas—, Judá mi hermano vendió a José a los ismaelitas. Llegó Rubén y se entristeció, pues pretendía salvarlo para conducirlo a su padre. Yo, en cambio, me irrité contra Judá por haberle dejado vivo y pasé cinco meses enfadado con él por este motivo. Pero el Señor me frenó y me impidió el uso de mis manos: mi diestra estuvo casi seca durante siete días. Supe entonces, hijos míos, que me había ocurrido esto por José. Arrepentido, prorrumpí en lágrimas y rogué al Señor que me restituyera mi mano y me viera libre de toda impureza, envidia e insensatez. Supe, pues, que por envidia había intentado cometer una mala acción a los ojos del Señor y de mi padre, Jacob, contra José, mi hermano. 3 Hijos míos, guardaos de los espíritus del error y de la envidia. Ésta se adueña del pensamiento entero de los hombres y no les permite comer, beber ni practicar obra buena. La envidia sugiere en todo momento la destrucción del objeto envidiado. Éste florece por doquier, pero el envidioso se marchita. Durante dos años afligí mi alma con ayunos por temor al Señor: comprendí que la liberación de la envidia sólo se procura por el temor de Dios. Si alguien se refugia en el Señor, huye de él el mal espíritu y su mente se torna más ágil. Desde ese momento simpatiza con el envidiado, no condena a los que le quieren bien y se ve así libre de la envidia. 4 Mí padre preguntaba continuamente por mí, porque me veía con un rostro entristecido, a lo que yo respondía: —Me duele el hígado. Yo tenía más pena que nadie porque era el causante de la venta de José. Cuando bajamos a Egipto y él me mandó prender como espía, pensé que sufría justamente y no me apesadumbré. Pero José era hombre bueno y tenía el espíritu de Dios consigo. Era compasivo y misericordioso, por lo que no me guardaba rencor, sino que me mostró su afecto como al resto de mis hermanos. Guardaos, pues, hijos míos, de toda clase de celos y envidias. Caminad con sencillez de espíritu, para que Dios derrame sobre vuestras cabezas gracia, gloria y bendición, como habéis visto en José. Nunca en su vida nos reprochó esta acción, sino que nos amó como a sí mismo, nos honró más que a sus propios hijos y nos concedió riquezas, rebaños y frutos de la tierra. Hijos míos queridísimos, amad cada uno a vuestro hermano con corazón bondadoso y apartad de vosotros al espíritu de la envidia. Éste hace al alma salvaje, destroza el cuerpo, infunde en la mente ira y ardor guerrero, la exacerba hasta derramar sangre, pone al pensamiento fuera de sí y no permite que la sabiduría actúe en los hombres. Ahuyenta el sueño, agita al alma y hace temblar al cuerpo. Incluso durante el sueño, cierto deseo del mal le corroe con sus fantasías, perturba el alma con malos espíritus y estremece al cuerpo. El alma se despierta del sueño agitada y aparece así ante los hombres como poseedora de un espíritu malvado y ponzoñoso.